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miércoles, 10 de febrero de 2016

* Disidencia y poder en la edad media: la historia de los Cátaros-parte 6 *

***Bella noche de Miércoles para todos.

Vamos a continuar con el excelente estudio del Dr. Abel Ignacio López sobre los Cátaros;

El pueblo llano

Se dejó seducir con facilidad por la predicación de los Cátaros. En el Languedoc, ante el desencanto del catolicismo, el pueblo optó por la herejía. La sencillez del mensaje y de sus predicadores hace resaltar la distancia que la élite eclesiástica católica mantenía con sus fieles. Sin el apoyo del pueblo, el catarismo hubiera quedado relegado a un simple esnobismo, a ser una religión de privilegiados. Opinión similar es la de Anne Brenon. Sostiene que el catarismo no fue un fenómeno puramente elitista. Si lo hubiera sido, no se explicaría que la Iglesia católica organizara una cruzada, ni tampoco la tenaz resistencia después de un siglo de persecución. Más aún, el catarismo fue en burgos y aldeas del sur de Francia *el cristianismo ordinario y compartido por los distintos sectores sociales*.

Estas consideraciones deben asumirse con cautela, habida cuenta de las dificultades con que se encuentran los historiadores para determinar el alcance de las predicación herética en los sectores populares. Tal como lo planteó P. Wolf en el Coloquio *Herejías y Sociedades*, que tuvo lugar en Royaumont, en 1962, al lado de los perfectos que se comprometieron a fondo con la herejía, hubo una franja que, aunque seducida por las virtudes de los predicadores heréticos, no llegó a romper con sus prácticas católicas y seguramente no estaban al tanto de las controversias doctrinales.



Además, el haber hecho causa común con los herejes en las guerra de cruzada no significa haber abandonado la piedad ortodoxa. Las coincidencias en estos casos se explican por razones culturales y políticas: defender la libertad del condado frente a los intentos de ocupación por parte del rey capeto. *Toma de conciencia, no sé si decir nacional, de una comunidad de lengua, de civilización, de concepciones, sin duda de actitud frente a los herejes, pero no de religión*. Paul Labal es más escéptico aún. Reconoce que esta herejía penetró en los más diversos medios sociales: grandes señores, pequeña nobleza, gentes del pueblo, mercaderes. Pero se trató de *adhesiones negativas*. Era gente que se unía contra la Iglesia católica, misógina, rica, empecinada en imponerse en términos de poder. Las adhesiones estuvieron lejos de conquistar el pueblo languedociano. 

Por lo que se deduce de los testimonios inquisitoriales, los creyentes mostraban vacilación doctrinal y desconocimiento de los principios religiosos del catarismo. De las predicaciones sólo retenían migajas, retazos. Y seguramente había un gran franja de indecisos que asistían por igual a los sermones Cátaros y a los Cátaros y a los católicos.
Por lo que ha progresado la investigación, no se puede afirmar nada concluyente en cuanto al alcance de la influencia de la herejía en los sectores pobres del campo y la ciudad. Nada hay, concluye R. Moore, que permita una evaluación bien sustentada del impacto de la herejía en la mayor parte de la población.



Los cataros: ¿subversivos?

Al hablar de la influencia de la herejía, hay que remitirse a otro tema: la relación entre discurso Cátaro y crítica social. Según Brenon, no tienen razón los escritores que quisieron ver en el catarismo una especie de bolchevismo medieval. No había en el discurso de los buenos hombres una esperanza milenarista. Ellos condenaban este mundo en beneficio de la patria celestial. No obstante esta advertencia, la historiadora francesa encuentra en la actitud y en la doctrina elementos que amenazan el orden social. La oposición cátara a toda violencia, su rechazo al juramento, son valores opuestos a la sociedad feudal. 

La vida austera de los predicadores, su invitación a la modestia y la moderación parecen haber influido entre la pequeña nobleza, a la que puso freno sus excesos. No hay duda de que, como toda herejía, los Cátaros, al desconocer la autoridad espiritual de la Iglesia católica, rozaban la subversión.
Para entender el alcance de la amenaza cátara, conviene distinguir, por una parte, su doctrina social, que nos parece menos radical de lo que sugiere Mestre y, por otra, su impacto en el terreno del poder, pues es ahí donde radicaba su verdadero peligro. Es esto lo que ha demostrado R. Moore, cuya ventaja frente a los estudios de Mestre y Brenon está en que se detiene en el examen de las relaciones entre el poder y lo espiritual en la Edad Media.



La batalla final entre ortodoxos y herejes se libra por el acceso al poder espiritual. Es esta la premisa de la que parte Moore. Veamos cómo la desarrolla. Entre los siglos XI y XII, la Iglesia católica había venido impulsando reformas internas, la más conocida de las cuales fue la Reforma gregoriana. Como parte de este programa, se había ido modificando la noción de lo sagrado. Antes de esa reforma, lo sagrado no residía en los hombres, sino en los lugares: el monasterio, las reliquias de los santos, el altar. Las cualidades morales del sacerdote no eran entonces fundamentales para el desempeño de sus funciones. A mediados del XI, se acrecentaron las críticas a la Iglesia, al comportamiento de sus clérigos. 

Desde distintos grupos, unos heréticos, otros no, se fue cambiando de perspectiva: lo sagrado depende del comportamiento moral de los individuos. 
La Iglesia incorporó en la Reforma gregoriana la nueva noción de lo sagrado. 
Sin mayor éxito, al principio. 
El espacio fue cubierto por los herejes, pero también por los ermitaños, los monjes vagabundos y, más tarde, ya en el siglo XIII, por nuevas órdenes religiosas. 
Se desató entonces lo que Moore denomina una competencia por el poder espiritual que utilizaba las armas del carisma individual.



Los herejes, que negaban a la Iglesia cualquier legitimidad, precisamente con el argumento de que era corrupta, suscitaron el entusiasmo de seguidores en diferentes grupos sociales. Pero la identificación entre autoridad espiritual y merecimientos personales que otorgaba gran poder a los herejes podía convertirse en un serio obstáculo para su consolidación. En efecto, al considerar que todo lo terrenal era obra del demonio, se negaron a establecer una organización que diera respuesta a los males que ellos condenaban. Los Cátaros fueron, sin embargo, una excepción. Ellos no se negaron a administrar sacramentos, materializaron sus rituales, no abandonaron el recurso a la organización religiosa. Se convirtieron, entonces, en una alternativa más peligrosa para la Iglesia católica. 

Podríamos agregar que ello fue así porque se hicieron Iglesia, aunque Moore no utilice este término.
Ahora bien, la batalla entre ortodoxia y herejía era también una lucha por la representatividad en las comunidades locales. 
La Iglesia católica, con el fin de hacerse más efectiva, perfeccionó sus instrumentos de control: 
dejó de depender tan sólo de la autoridad carismática para confiar en la autoridad burocrática.



Centralizó sus instituciones, afianzó el poder del Papa, en el mismo momento en que las monarquías hacían lo propio. El desafío que planteaba la disidencia consistía en otorgar poder a quienes carecían de él. *Poder*, en este caso, quería decir ser aceptado como defensor de una comunidad, por lo tanto, capacidad de administrar justicia y garantizar la acción colectiva. De ahí que cuando los cronistas medievales describían a los seguidores de los herejes con el término latino pauperes =pobres= no se estaban refiriendo a quienes carecían de riqueza, sino a quienes carecían de poder. El contraste no era con los divites =ricos= sino con los potentes =poderosos=, es decir a aquellos a quienes había que servir a cambio de protección. 

La herejía, al otorgar derechos de liderazgo a aquellos que podían ganar su confianza, constituía una amenaza para los poderes laicos y eclesiásticos. 
Estos últimos se reservaban el derecho de predicar. 
Por eso el peligro no consistía tan sólo predicar doctrinas contrarias a las de la Iglesia. 
También lo era hacerlo sin el debido permiso. 
*Predicar sin permiso era una declaración de rebelión*.

Este análisis de Moore tiene otra ventaja: ayuda a explicar la relación entre poder monárquico y herejía en los siglos XII y primera mitad del XIII. La herejía, escribe, aparecía a veces entre los pobres, a veces entre los ricos, a veces en las regiones más atrasadas, aunque con mayor frecuencia en las de mayor progreso, pero siempre floreció allí donde la autoridad política era difusa y nunca apareció donde era grande la concentración del poder. Ello fue así porque la monarquía había logrado desarrollar instrumentos de coerción eficaces, más eficaces incluso que los de la Iglesia. Los sistemas legales y administrativos creados por los reyes facilitaron una jurisdicción universal. 

En este contexto, la religión también jugó su papel, porque al ser ella la más poderosa expresión de solidaridad de grupo, la lucha que se suscitó entre poderes locales y poder central =monarquía= con frecuencia se desarrolló en términos religiosos. 
La Iglesia, por su parte, se opuso también a las tendencias descentralizadoras. 
La sociedad, concluye Moore, no podía abandonar el ideal de uniformidad religiosa, por lo menos hasta el momento en que se tuviese la seguridad de que sus instituciones podían preservar su tejido por otros medios.



De otro lado, ¿qué tan revolucionaria fue la doctrina social de los Cátaros?. No proponían un reino milenarista de igualdad social, como bien lo advierte Brenon. A pesar de las declaraciones de los Cátaros en contra de la violencia, que no siempre cumplieron, y de su oposición al juramento, no suscitaron un gran conflicto social, ni sus seguidores estaban interesados en alterar las relaciones sociales en el campo o en la ciudad. Su mayor eco lo encontraron en aquellos sectores sociales insatisfechos con los efectos de los cambios económicos de la época. En términos espirituales, por quienes se oponían a los nuevos valores de amor al dinero. Socialmente, por quienes resultaron perjudicados en su propio status a causa de los prestamistas. 

Su fuerza social y su fervor religioso fueron menores que los de la otra herejía contemporánea: los valdenses. Estos últimos propusieron una doctrina social inspirada en la pobreza evangélica. 
El catarismo insistía en que sus perfectos, es decir, sus jerarquías, debían alcanzar la pureza total; sin embargo, la ruta que proponían hacia la salvación no era la búsqueda interior y personal de lo divino, ni el esfuerzo solitario. Lo que se buscaba era la observancia exacta e impersonal del ritual prescrito. A pesar de su radicalismo teológico, el catarismo, agrega Moore, no fue, en términos sociales, la alternativa más radical que la Iglesia católica hubo de enfrentar entonces.



Gilgamesh***

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