***Bello Domingo para todxs.
Ante el inicio de una nueva y vertiginosa semana, nada mejor que alimentar nuestra mente con buenas reflexiones y conocimientos, hoy de la mano de Ernesto F. Iancilevich, Poeta y Ensayista argentino, Buenos Aires, 1952. Licenciado en bibliotecología y documentación por la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, donde cursó estudios de filosofía. Miembro del Colegio de Graduados de Filosofía y Letras y de varias sociedades de autores y escritores.
Por el intelecto puro, que conoce, y el puro amor, que realiza, –en la doble vía del corazón– el hombre está abierto a la intimidad de lo más íntimo, y es en esta apertura interior donde los estados superiores del ser se presentan como posibilidad. Respecto de la iniciación (en el conocimiento metafísico) y la realización (en el amor espiritual) –indiscernibles en lo indiferenciado de lo abierto–, cuyo origen y destino es el Todo, en que todas las cosas permanecen y a la que todas las cosas pertenecen, ¿podríamos afirmar o negar algo que sobrepase esta realidad última de la verdad primera, de suyo inefable y ciertamente infalible?
Bajo la modalidad simbólica del pensamiento analógico –puente entre el condicionamiento individual y la liberación universal–, la intuición nos hace señas en un sendero de sombras, porque somos hijos de la Luz que andamos en la noche. Así, la Tradición nos hilvana como las cuentas de un rosario para que iluminemos la noche del mundo. Sin embargo, pareciera que estuviéramos demasiado alejados del centro de iluminación como para que una auténtica sociedad tradicional fuera posible en nuestros días, pues por donde se mire, en Occidente y en Oriente, los simulacros paródicos, que pretenden remedarla, no son más que figuras dibujadas en un vidrio empañado; entonces, dónde buscar la transparencia sino dentro de la opacidad que la cubre, en el interior donde profundidad y altitud se transparentan.
No otro es el estado de des-ocultamiento o verdad (alétheia) sino el de esa transparencia entre lo que está arriba y lo que está abajo, entre lo que está afuera y lo que está adentro. En la modalidad de la apertura –y toda iniciación no es sino apertura–, la transparencia (de la verdad) se orienta hacia la transcendencia (del misterio), en la que reconoce su norte o polo espiritual.
El estado primordial, diferenciado en el Hombre Verdadero en toda la extensión de sus posibilidades individuales por la iniciación metafísica, constituye preparación o propedéutica para la realización espiritual del estado incondicionado, integrado en el Hombre Trascendente en toda la intensión de sus posibilidades universales (supra-individuales). En todo caso, la necesidad de esta posibilidad –tanto en lo concerniente a la vía iniciática como a la vía realizativa– no asegura la suficiencia de su probabilidad efectiva, máxime si tenemos en cuenta que, en las actuales circunstancias de la declinación intelectual de la humanidad terrestre, ya es cosa ardua la regeneración espiritual del estado de verdad en los hombres que la habitan. Al respecto, la creciente occidentalización planetaria no podríamos percibirla más que como la señal evidente de una crepuscularidad mental generalizada. Sin embargo, que la aristocracia intelectual de una elite simbolice, en las actuales circunstancias de disolución, el germen de una futura raza espiritual, nos confirma (al menos, en cuanto esperanza) que lo cerrado de la noche guarda lo abierto de la luz, como germen oculto en la profundidad de la Tierra.
El hombre en cuanto Hombre es libre para abrirse a lo abierto de lo in-determinado (ápeiron) por el des-ocultamiento (áletheia) del Lôgos, que nos funde en la memoria (anamnesis) del Ser, o encerrarse en el ocultamiento de la hýbris, que nos confunde en su olvido. De este modo, el des-ocultamiento del Lôgos nos encamina a la memoria del Ser. Verbo del Silencio, el Lôgos habla el Ser para que el hombre pueda ser en un dia-lôgos el dicente del Ser.
Insistiremos en que la in-finitud de lo In-finito comprende la unidad del Ser y la ceridad del No-Ser. El Haber de lo In-finito habilita el habitar del hombre en cuanto Hombre en el misterio (mystérion) de la divinidad, que transciende la dualidad Ser/No-Ser, última frontera a trans-pasar. Para quien sepa y pueda comprender, la liberación final constituye la realización plena de la libertad inicial.
El estado primordial se patentiza como el estado de des-ocultamiento o verdad, cuya presencia en el presente nos orienta a una permanencia en lo eterno. El misterio nos enseña en la verdad que todo cuanto que se abre, estrictamente, se abre para adentro, que es donde la guarda de lo cerrado evita su dispersión. En lo cerrado del secreto, lo abierto del misterio. Nada tienen que ver el secreto ni el misterio con la pretensión de exclusividad de un pueblo elegido, una raza superior o un grupo de poder –por mencionar tres figuras que entrañan una cierta desviación de los principios originarios–: los elegidos, que exceden el enmarcamiento de un pueblo, una raza o un grupo, son servidores del Lôgos y no poderosos que se sirven de él. Va de suyo que, cuando uno intenta apropiarse de la verdad, es porque ya no está decidido entregarse a ella.
No estaría de más mencionar –en una época signada por el ocaso del Lôgos y el olvido del Ser– que el poder (de la voluntad) significa un medio ancilar del saber (de la inteligencia) a los fines del servicio (del Espíritu). Servir al Cielo en la Tierra no debería ser algo reservado a unos pocos sino confiado a todos, aun cuando muchos, en tiempos de confusión, no lo adviertan. Al respecto, no nos cansaremos de repetir que la elite, en los tiempos que corren, tiene la misión de cuidar la senda y no de controlar el paso.
Más allá del análisis y su hermenéutica, de la logística y su relato, del discurso de la razón (política) y su laberinto (ideológico), de la omnímoda tecno-latría y su ilusorio poder, la novela de la Modernidad, con sus figuras sin forma, sus letras sin espíritu, su intertextualidad desbordada en vanidad de vanidades, es desierto que crece, nada en demasía, cuya pobreza es necesario comprender con el corazón abierto –en la luz del conocimiento y el calor del amor–, verdadero cáliz de la alianza.
Quien pudiera percibir en esta época el vértigo de un descenso en caída libre, no habría de equivocarse; sin embargo, ¿cómo no descubrir en lo indefinidamente abisal de esta negación (de esta mentalidad de negación que pareciera anegarlo todo en un desierto) lo infinitamente abierto de una promesa? Así como lo cerrado de la noche anticipa lo abierto de la luz, el descenso de la Edad de Hierro, con su inequidad de igualitarismo uniformante, nivelante para abajo, anticipa de un modo inverso la justicia del conocimiento universal, que habrá de homologar hacia arriba en el ascenso de la Edad de Oro. Para una época como la nuestra, que ha olvidado el sentido de la pertenencia a lo permanente, la multiplicidad de lo fragmentario se parece bastante a una multitud de demonios en el cuerpo del poseso. ¿Será necesario insistir una y otra vez en que la elite espiritual –la única posible–, conlleva la entrega en el servicio y la donación en la entrega por obra de la gracia, de suyo inefable e infalible, del Espíritu que sopla donde quiere?
Hemos de ver en el conocimiento al constructor, y en el amor al arquitecto. En efecto, si el conocimiento es piedra basal o fundamental de la iniciación, el amor es piedra angular o esencial de la realización. Entre la iniciación del conocimiento metafísico y la realización del amor espiritual, no media otra diferencia –para el estado condicionado de la individualidad– que la existente entre la inspiración (que recibe) y la espiración (que transmite), momentos de un solo movimiento (del espíritu al Espíritu): plenitud y vacío, recepción y entrega en la transmisión continua, altitud (de la contemplación) y profundidad (de la comprensión), iniciación (en la verdad) y realización (en el misterio).
Aun cuando pudiera parecer que nos apartamos del estricto planteo metafísico, vale la pena recordar que no de otro modo podría vivirse en profunda altitud el misterio de la fe sino abierto en el misterio del amor; de allí, entonces, la necesidad de una iniciación, para que se verifique una renovación de la mente por el espíritu, una conversión (metanoia) que conlleve la muerte del hombre carnal o profano y el re-nacimiento del hombre espiritual o sagrado. Por cierto, nada tiene que ver esta transformación profunda del ser con el transvestimento superficial que se aplica al denominado “converso”, sujeto a la conveniencia oportunista o pasivo de la captación psicológica bajo las modalidades de la dominación o el proselitismo, fenómeno este último ausente en el judaísmo (en razón de su “endogamia cultural”), aunque presente en el cristianismo y en el islamismo (en razón de su “exogamia civilizadora”). No escapa a nuestro conocimiento que lo civilizatorio puede traducirse en los términos de conquista cuando la acción política se impone, dentro de una forma tradicional, a la actividad metafísica.
II
En tanto que abierto a la verdad en la vocación metafísica que lo inicia a través de la libertad individual, el hombre ha de descubrirse misterio en la comunión espiritual que lo realiza a través de la liberación universal. Transcendencia del sí (en que el ser afirma) y del no (en que el no-ser niega), el ni del misterio acontece trans-parencia de lo abierto o in-determinado, indiscernible en su indiferenciación.
Así como el cálculo diferencial nos remite al cambio en la derivada y a la permanencia en la integral, de modo análogo se comportan la acción política y la actividad metafísica. El centro hace confluir la posibilidad política del hombre en la Tierra con la necesidad metafísica del Hombre en el Cielo, conjugando el Verbo encarnado en el Espíritu libre. La Tríada Cielo, Hombre, Tierra habla del Hombre entre el Cielo y la Tierra, y ese vínculo de entrancia patentiza la apertura que, haciendo centro en el Hombre, des-cubre o des-oculta Cielo y Tierra en su correspondencia.
Está bien, por cierto, interesarse en la metafísica desinteresándose de la política, pero mejor es interesarse por ambas mientras nos mantenemos con la mirada en el Cielo y los pies en la Tierra, en cuanto somos hijos del Padre en lo Alto y de la Madre en lo Profundo, a sabiendas de que toda sociedad tradicional responde a un orden metafísico (en los principios universales) y una organización política (en las aplicaciones particulares).
El Árbol Metafísico o Espiritual de la Vida y el Árbol Político o Racional de la Ciencia, la unidad primordial de lo universal y la dualidad ulterior de lo particular corresponden a la dimensión transcendente (de sentido) y al plano inmanente (de significados), no excluyentes una de la otra sino, más bien, integrado este último en aquella primera, tal como se verifica en toda cultura tradicional, en la cual ninguna rama está separada del tronco, así como ningún fruto de su semilla. Es en virtud de esta integración de la dualidad mental en la unidad intelectual, que la Razón Política puede encontrar en el Espíritu Metafísico el eje donde focalizar su centro. Esa posibilidad constituye una necesidad, y en esto hemos de ver que la posibilidad del cambio está dada por la necesidad de la permanencia, de acuerdo con el ejemplo tantas veces invocado del centro inmóvil y la circunferencia móvil en la rueda. Cuando la transmisión radial se interrumpe, la rueda se detiene, acontecimiento que, en sí, marca el cese de la sucesión o de la duración, la clausura del tiempo, el fin de la historia.
Lo In-finito o in-determinado nos insta a reformular nuestra finitud política, nuestro ser-estando-en-el-mundo, para superar la dualidad que ha caracterizado a la humanidad terrestre a partir del siglo VI a.C., cuando se produjo la declinación de la sabiduría en filosofía (dentro de la tradición griega), la separación en taoísmo y confucionismo (dentro de la tradición china), la bifurcación del budismo a partir del hinduismo (dentro de la tradición india), la destrucción del templo de Salomón, el extravío del Arca de la Alianza y el olvido de la lengua primigenia (dentro de la tradición hebrea). Declinación, separación, bifurcación, extravío y olvido no marcan otra cosa más que instancias de alejamiento de los principios metafísicos originarios. Al respecto, sería preciso agregar que el judaísmo habrá de ingresar en su fase crepuscular en el siglo I con la destrucción del segundo templo y la eliminación del sacerdocio.
Por otra parte, no estaría demás apuntar que el sistema de castas en la India no constituye sino la adecuación política a una declinación espiritual: si cuatro son las castas en la edad actual, tres eran en la tercera, dos en la segunda y ninguna en la primera. Que el Satya Yuga se traduzca como Edad de la Verdad y el Kali Yuga como Edad de la Confusión, resulta suficientemente significativo de la transparencia y de la opacidad espiritual en que mora la humanidad del hombre en el amanecer y en el crepúsculo de sus posibilidades.
No podríamos dejar de mencionar el caso de la tradición cristiana, cuya cadena áurea ha sido opacada por el ocultamiento del Lôgos (y la confusión doctrinal que ello conlleva) –nos referimos al Lôgos encarnado en Cristo–, como si sucesivas capas de barniz espeso se hubieran propuesto cubrir su textura primigenia. ¿No habría que regresar al interior de su mensaje original para alcanzar la verdad del misterio que esta tradición guarda, aunque fuera menester raspar muchas capas de barniz espeso y barrer muchos escombros de vanidades demasiado humanas? Regreso al interior, en silencio y soledad. Ciertas órdenes regulares supieron constituir una posibilidad cierta de iniciación en el pasado, pero ¿lo son hoy?8 Más allá de toda regularidad, en la vía solitaria, el Espíritu inicia a quien elige desde antes de su nacimiento, y es ésta la vía regia de los elegidos que no eligen, si así pudiéramos expresar lo que, de suyo, es inexpresable. María es el arquetipo de esta iniciación, coronada por la plena realización.
La iniciación mistérica significó en el cristianismo de los tres primeros siglos –correspondientes a la línea transmisional de los Padres Apostólicos– condición sine qua non para participar de la celebración eucarística. Al soslayar su carácter secreto y mistérico, el cristianismo devino público y masivo, algo que podría haberse parecido bastante a una profanación de sus contenidos sagrados si es que éstos no fueran guardados –como aconteció– por una elite, fuera del alcance controlador y vigilante del ojo secular. Sin embargo, el management y marketing del establishment eclesial a partir del siglo IV, sujeto más al poder temporal de la voluntad humana que a la autoridad espiritual de la inteligencia divina, se encargó de validar la mística –como vía de pasividad sentimental– e invalidar la metafísica –como vía de actividad intelectual–, al extremo penoso de llegar a catalogar intencionalmente, por ejemplo, a Eckhart de Hochheim como místico y a Nicolás de Cusa como teólogo –y así aparecen el maestro medieval y el pensador renacentista en los repertorios oficiales–, en cuanto metafísica y esoterismo pasaron a ser cuestiones incómodas, a las que la mente dogmática prefirió retirar el cuerpo para no entrar en conflicto con sus propias contradicciones. No podríamos encontrar más que en ese debilitamiento doctrinal (que asimila lo sentimental a lo espiritual) –contrapesado por un fuerte autoritarismo dogmático– las causas del deslucimiento en su esplendor primigenio. En cuanto nos toca muy de cerca, algo que buscamos y pedimos es que el universalismo (noménico) de lo católico regrese a la universalidad (numénica) de Cristo.
La piedra angular o de unión, en que ha de reconocerse el principio de arquitectura, y la piedra basal o de sostén, en que ha de reconocerse el fundamento de construcción, encuentran en el triángulo y el cuadrado las figuras simbólicas de la forma interior o esencial, en un caso, y de la forma exterior o sustancial, en otro, constituyentes de la integridad formal, que sólo al análisis se le aparece como dual. Queda claro que el espíritu esencial une, en cuanto dador de sentido, mientras el cuerpo sustancial sostiene, en cuanto receptor de significados, como el silencio al sonido, el vacío al espacio, la eternidad al tiempo, y el no-ser al ser. Podríamos decir, entonces, que la piedra fundamental es sima de la construcción, mientras la piedra angular es cima de la arquitectura. De este modo, la obra espiritual se nos presenta como síntesis de lo que sostiene abajo y lo que une arriba, en la doble vía de iniciación-realización. Si la iniciación es gnosis en la vía aspirativa de búsqueda, la realización es poiesis en la vía espirativa de encuentro. Percibir el ágapê como poiesis orienta acerca de qué se habla cuando se dice que la realización plena consiste en alcanzar la identidad suprema con la divinidad.
Estas nociones presentifican la diferencia entre lo principal (de la arquitectura) y lo ancilar (de la construcción). Cuando esta relación jerárquica se invierte, tenemos un proceso de subversión, del cual procede la confusión que reina en el mundo moderno como madre y señora de todo lo “creado” por el hombre para su destrucción, y es que la atrofia intelectual no puede sino concluir en la entropía vital, que representa un orden al revés. No de otro modo podría entenderse que la corrupción, que campea en el mundo moderno, constituye una consecuencia y no una causa del desorden o de la subversión del orden jerárquico. En tal sentido, diremos que la Iglesia de Pedro (constructor), impuesta a la Iglesia de Cristo (arquitecto), signa un primer estadio de decadencia en la tradición cristiana y muestra cómo la inversión del orden jerárquico –lo temporal y finito de la construcción humana, por lo eterno e infinito de la arquitectura divina– deriva en debilitamiento doctrinal y corrupción del cuerpo eclesial. Durante los tres primeros siglos, la vitalidad de la transmisión respondía a la fidelidad a la enseñanza original; paradójicamente, cuando se empezó a hablar en nombre de Cristo, comenzó a olvidarse la voz de Cristo.
En la realización plena y cuando ella se alcanza en vida –en los casos excepcionales en que ello acontece–, la trans-formación espiritual se trans-parenta como trans-figuración corporal: en estricto sentido, se trata de lo divino trans-sustanciado bajo la especie de lo humano. El proceso de deificación, que el Hombre Universal cumple en el Dios Universal, constituye plenitud de identificación (en la entrega) y esplendor de identidad (en la recepción).
El conocimiento de la verdad metafísica (gnôsis) en cuanto vía de iniciación sostiene el misterio del amor espiritual (ágapê) en cuanto vía de realización. Los misterios de la gnôsis alcanzan su esplendor en el misterio del ágapê, así como el Hombre Verdadero alcanza su perfección en el Hombre Universal. Esplendor y perfección que caracterizan la obra espiritual en cuanto tal. El ascenso al Dios Altísimo en el conocimiento (de la iniciación) es también un descenso al Dios Abismal en el amor (de la realización): inspiración y espiración, contemplación y comprensión obran la Unicidad en Todo. La forma de la gnosis se actualiza en la función del ágape.
Habitar el Haber in-determinado, trans-cendente de la dualidad Ser/No-Ser, se presenta como el habitar libre de condicionamiento espacio-temporal. Habitar en-Dios constituye la divinización (theósis) de la que nos ha hablado Clemente de Alejandría, siguiendo la huella de Pablo de Tarso y la insigne transmisión de Juan, en quien la afirmación Dios es Amor 9 evoca la realidad principal en la realización final.
V
Transcendido el plano profano-fenoménico-mental, acontece la dimensión sagrada-numénica-espiritual. Así, diremos que la Edad de Oro no sucede en la secuencialidad del tiempo: acontece en la simultaneidad de la eternidad. En tal sentido, esta eternidad, de algún modo, conlleva la negación de la historia profana y la afirmación de la historia sagrada, esto es, una visión sagrada de la historia en la eternidad del espíritu. Tampoco significa esto la cancelación de las posibilidades corporales y mentales; ante todo, significa la instanciación de las mismas en una visión de sentido, que obra para renovación de la mente y regeneración del cuerpo en virtud de la resurrección del espíritu, algo que involucra la restauración completa en el Hombre de las posibilidades humanas y, por qué no decirlo, de las necesidades divinas, esto es, de la Verdad del Hombre en el Misterio de Dios. Un hombre así, restaurado en su ipseidad, llega a ser un resucitado de entre los muertos.
El último suspiro, con el que ha de sumergirse la Edad de Hierro, y el primer aliento, con que ha de emerger la Edad de Oro, simbolizan la muerte en la oscuridad y la resurrección en la luz. Es en esta emergencia donde hemos de reconocer la enérgica necesidad de lo primigenio ante un mundo que, sobrepujado por la falsedad de la ilusión, ha de sucumbir para que la Tierra se reintegre en la verdad de lo real. No podríamos dejar de mencionar que la androginia espiritual, que corresponde al estado primordial, no es otra cosa que la naturaleza perfecta o completa del hombre verdadero, en quien se fusionan los contrarios; de allí, la esfericidad simbólica que se le atribuye.
Por último, encontraríamos adecuado sostener que el estado primordial habría de estar orientado por la regeneración del cuerpo, la renovación de la mente y la resurrección del espíritu, vale decir, la restauración de la complexidad humana en la simplicidad divina. Al respecto, es menester insistir en que la conversión (metanoia) –en tanto que renovación de la mente por el espíritu– no es fenómeno religioso sino, ante todo, nóumeno espiritual, sin negar por ello el valor –concerniente a un cierto estadio intermedio– de la experiencia religante, cuyo fin es la salvación álmica y no la liberación átmica.10 No obstante la diferencia ordinal entre ambas11, una oferencia gratuita las une. Asimismo y de manera análoga –sin que ello configure una equivalencia–, podríamos afirmar que iniciación metafísica y realización espiritual son posibles necesariamente en cuanto don transmitido a través de la gracia. Es en tal sentido que podríamos conceder legitimidad a la expresión el Dios que salva y el Dios que libera es Único y el Mismo.
Las formas y fases del Único no deberían hacernos pensar sino en lo diverso de su modalidad funcional, “distribuida” en las fases del Theón operante y el Theótes contemplante. Sólo en una apercepción intelectual de tal estilo, podríamos ver en el Dios que salva y el Dios que libera al Único y el Mismo, a sabiendas de que la unicidad de lo mismo comporta en sí la integración de la diferencia; y podríamos poner como ejemplo la convexidad (externa) y la concavidad (interna), que en cuanto diferentes constituyen la unicidad misma de la esfera.
El Theón o Dios Personal y el Theótes o Deidad Impersonal son Luz y Oscuridad, Día y Noche, Presencia y Ausencia, lo Relativo y lo Absoluto del Único. La diversidad funcional de ambos en la unicidad juncional del Dios Único debería hacernos percibir al Único en tanto que Creador Operante, ab extra, y Misterio Contemplante, ab intra, así como la convexidad externa –presencia manifiesta– y la concavidad interna –ausencia inmanifiesta– constituyen la esfericidad única de la esfera. Analógamente, podría verse en la concavidad interior el origen esencial de lo inmanifestado, y en la convexidad exterior la causa formal de lo manifestado. No estaría demás insistir en que, dentro de la tradición cristiana, el Dios Creador, generador de la salvación o conservación del alma, corresponde al plano religioso o exotérico; por el contrario, el Dios Misterio, matriz de la liberación o absolución del espíritu, corresponde a la dimensión metafísica o esotérica.
En la teología católica, la divinidad comporta dos modalidades de una sola realidad, la del Dios Personal y Determinado (para la vía catafática o positiva), y la del Dios Impersonal e Indeterminado (para la vía apofática o negativa). Dos modalidades diferentes para la razón, comprendidas como una misma realidad para el espíritu.
El Dios de la Creación es afable: nos habla y le hablamos. El Dios del Misterio es inefable: se comunica en silencio a quien hace silencio. Podríamos decir que el primero es relativo y está presente en cuanto se relaciona con la Creación en un diálogo, de modo tal que el Verbo constituye su centro causal, el nombrar que lo nombra y en el que es nombrado. El segundo es absoluto y está ausente, de modo tal que el Silencio constituye su centro original, el in-nombrar que lo calla y en el que es ocultado.
El Dios del Misterio es al Dios de la Creación como la Noche al Día. La Luz del Dios de la Creación no es sino reflejo o imagen proyectada de la Oscuridad del Dios del Misterio. En cuanto la realidad perceptible y predicable del primero remite a lo real imperceptible e impredicable del segundo, no resultaría insensato admitir que el Misterio subsume a la Creación, como el Abismo a la Profundidad y la Altitud. Y tenemos presente en esta manera de decir que la Profundidad alude en este caso a la Creación, mientras la Altitud al Creador; en tal sentido, la Profundidad de la Creación y la Altitud del Creador están en función de una relación biunívoca, vale decir, son ambos relativos o condicionados recíprocamente.
El Dios de la Creación opera en lo creado su propia relación, y en ella crea el vínculo que sostiene la Creación y lo sostiene como Creador. Es el Dios vinculante y dialogante, que trabaja y nos trabaja. Para este Dios Causal, somos siervos que buscamos ser salvados. Para el Dios Original, el Dios del Misterio, retirado en Sí Mismo para Sí Mismo, des-vinculado de la Creación, silente, somos servidores que buscamos ser liberados. Nada nos haría hesitar ante la certidumbre de que el Dios del Misterio es el Dios que nos libera de la relación imaginal con Dios y de su servidumbre.
Conocemos al Dios que nos salva, pero amamos al Dios que nos libera. No porque el amor suspenda el conocimiento sino, antes bien, porque lo supera y cubre, como la Noche al Día.
El conocimiento que sube y llega a la profundidad de lo alto, conoce en la Luz de lo cognoscible; pero el amor que baja y penetra en el abismo de lo abierto, nace en la Oscuridad de lo incognoscible. Uno sube hasta Dios. El otro baja hasta Dios. Desciende abisalmente, en la intimidad innominada del Innombrable. En esa realidad de ausencia del Dios relativo, la realidad de presencia del Dios absoluto.
Hay, en efecto, un Dios más íntimo12 que el que nos salva como siervos: el Dios que nos libera como señores. Y en ello, el Señor –Verbo Encarnado– es maestro que enseña y acompaña, en lo secreto del corazón, el activo peregrinaje o vía iniciática, sin lo cual ningún proceso de realización de los estados superiores del ser –en su indefinidad de grados– cabría plantearse siquiera como posibilidad.
Gilgamesh***
Fuente;
-ciclologia