***Hermoso primer Domingo 2020 para todxs.
Tampoco hablaremos hoy ni del Sol ni de la Pandemia, hablaremos sobre cómo poner a prueba la Gnosis y a través de ella ajustarnos a éste tiempo en el cual es siempre necesario analizar qué nos está pasando.
Gnosis aplicada a desenmascarar lo que hay detrás de la tecnología, si se quiere.
Si pude adentrarme en algo durante el año pasado en plena Pandemia ha sido alarmarme y espantarme mucho más de lo que hasta allí yo veía detrás de la telefonía celular.
De sus efectos, de peores enfermedades que la radiacion que pueden emitir los aparatos, me refiero al sometimiento del Ser, al secuestro de sus funciones naturales que ya de por sí tienen muchas trampas mentales, pero bueno...ahora...si al humano le quedaba algún resquicio o salvoconducto como para eludir la trampa, con ésta tecnología voy entendiendo que, tal como he dicho otras veces, nuestra esperanza no cabe para éste mundo, sino para el que no vemos y al cual debemos aspirar cuando salgamos de aquí, de éste manicomio incalificable.
En años anteriores supe compartir los escritos de alguien que se dedicó a fondo a estudiar los efectos del dispositivo móvil, seguramente lo recuerdan, *¡¡Sal de la Máquina!!* se llama el sitio, pues hoy les quiero recomendar leer su libro *SAL DE LA MÁQUINA-Cómo sobrevivir a la distopía de los smartphones* escrito por Sergio Legaz en versión *básica* mediante éste link, y no duden en comprar si pueden cualquiera de sus libros porque es Gnosis aplicada a éste tiempo.
De éste libro les comparto algunos recortes como para que se sitúen en la comprensión de lo que estamos viviendo, porque en éste año atravesado por la Pandemia, ésta tecnología del demonio nos va a intentar enloquecer y estupidizar mucho más.
¿Serán capaces los usuarios del adminículo de romper el hechizo?
Ojalá, aunque lo dudo.
¿Cómo se transforma la mente humana en contacto permanente con pantallas táctiles?
¿De qué manera su uso continuado afecta a nuestros hábitos cotidianos y a la forma de relacionarnos mutuamente?
¿Cuál ha sido el recorrido histórico, desde la invención del reloj mecánico hasta nuestros días, que ha conducido a la creación de ese *instrumento definitivo* que llevamos en el bolsillo?
¿Qué estrategias psicológicas utilizan los diseñadores de dispositivos y aplicaciones para conseguir que sus productos nos resulten adictivos?
¿Qué miserias ecológicas y humanas ocultan las compañías tras el optimismo deslumbrante de sus campañas publicitarias?
¿Por qué en internet todo es gratis?
¿Cómo el poder político reaprovecha estas tecnologías para sus propios fines de control de masas?
¿Cuáles son los efectos de la interacción continua con pantallas sobre el cerebro de un niño en crecimiento?
¿Es posible vivir desconectados?
En otoño de 1953, Peter Milner y James Olds, dos pioneros en el campo de la moderna neurociencia, experimentaban con electrodos conectados al cerebro de una rata
sobre una estructura cerebral llamada *sistema reticular del mesencéfalo*.
Investigaciones previas habían relacionado ese centro del cerebro con el mecanismo de control del sueño en animales. Pero por uno de esos afortunados golpes de suerte que jalonan la historia de la ciencia, Olds y Milner conectaron los electrodos por error en una región más adelantada de la línea media, llamada *septum pellucidum*.
El experimento consistía en una jaula con cuatro esquinas, etiquetadas con las letras A, B, C y D. Cada vez que la rata se aproximaba por casualidad a la esquina A, Olds
pulsaba un botón que enviaba una leve descarga eléctrica al cerebro del animal. A partir de ese momento, y por razones que los científicos todavía no alcanzaban a comprender, la rata comenzó a interesarse sobremanera por el rincón A, olvidándose de todos los demás.
Cabe subrayar que en el rincón A no había comida, agua ni ningún otro reclamo tangible o visible para el roedor: solo una descarga eléctrica en el septum cada vez que el animal se acercaba a aquella zona.
En este punto, y ante la posibilidad de haber descubierto algo significativo, Olds y Milner modificaron el experimento, preparando una nueva jaula dotada de un botón que
la rata pudiera pulsar a voluntad, recibiendo descargas eléctricas en la misma área de su cerebro.
Lo que sucedió a continuación lo describe elocuentemente David J. Linden en su libro La brújula del placer:
*Lo que Olds y Milner estaban estimulando era un centro de la recompensa, un circuito del placer cuya activación era mucho más potente que cualquier estímulo natural. Varios experimentos posteriores revelaron que las ratas preferían la estimulación del circuito del placer a la comida aunque estuvieran hambrientas o al agua aunque pasaran sed. Las ratas macho que se autoestimulaban no hacían caso de una hembra en celo, y, para llegar a la palanca, cruzaban una y otra vez una rejilla electrificada que les aplicaba descargas en los pies.
Las ratas hembra abandonaban a su camada recién nacida para seguir pulsando la palanca. Algunas ratas llegaron a autoestimularse hasta 2000 veces por hora durante veinticuatro horas con exclusión de cualquier otra actividad.
Para impedir que murieran de inanición había que desconectarlas del aparato*.
Sin duda resulta tentador, a efectos de todo lo que venimos planteando en el presente estudio, establecer una relación directa entre el comportamiento de los roedores
y el de los seres humanos. Sin embargo, hemos de admitir una diferencia fundamental que nos distingue de las ratas: ellas pulsan el botón gratificador encerradas en jaulas; nosotros lo llevamos a todas partes, instalado en el bolsillo...
En capítulos anteriores denunciábamos la introducción de los smartphones como una nueva clase de *opio para el pueblo* actualizada a nuestros tiempos. Nunca hemos de perder de vista que uno de los principales objetivos de las élites dominantes es mantenernos a nosotros, las grandes masas, en un estado de conciencia dócil e inofensivo.
La masa =y ellos lo saben= encierra dentro de sí un gigantesco potencial. La masa la constituye el 99% de la población; por lo tanto, una masa integrada por millones de personas plenamente conscientes de sus poderes y capacidades sería lo más peligroso que ningún miembro de la élite podría concebir.
Para conjurar esta amenaza, a lo largo de la historia se han introducido diferentes opios o anestésicos que facilitaran el control de la población. En nuestros días, los instrumentos de manipulación y control al servicio del poder se han diversificado extraordinariamente. Una sociedad tan compleja como la nuestra alberga la posibilidad de aplicar soluciones igualmente múltiples, enrevesadas y maquiavélicas.
Consideremos como ejemplo el caso del tabaco. Es evidente el cinismo con el que se comporta el Estado en lo concerniente a esta sustancia. Por un lado, prohíbe su
consumo en lugares públicos y estigmatiza al producto y a sus consumidores, adoptando medidas como la inclusión, por ley, de fotografías y mensajes macabros en las cajetillas de cigarros.
Pero con la otra mano el Gobierno permite su venta, pues la comercialización del tabaco, al tratarse de una droga legal y ampliamente extendida, le resulta enormemente lucrativa =baste con señalar que en España el 80% del precio de una cajetilla de tabaco son impuestos; en el año 2011, el estado español recaudó casi 10.000 millones de euros en concepto de impuestos por la venta de tabaco, una cifra equivalente al presupuesto conjunto de los ministerios de Fomento, Industria y Sanidad para ese mismo año=.
Si la auténtica preocupación del Estado en esta materia fuese proteger la salud pública, hace décadas que la producción, venta y consumo de tabaco estarían prohibidos,
pues está probado que las sustancias que contiene son nocivas para el organismo humano.
¿A qué obedece, entonces, tan contradictorio comportamiento?
Pero examinemos otro caso aún más sangrante: el de los juegos de azar.
Las máquinas tragaperras entonan sus cantos de sirena en cada bar, arrastrando a cientos de víctimas a la ludopatía sin que nadie mueva un dedo por evitarlo. Los anuncios de apuestas online campan a sus anchas en televisión, patrocinados por deportistas famosos a los que el público toma como modelo a seguir. Los bingos y casinos tienen vía libre para enriquecerse, pues desde las administraciones públicas se les conceden privilegios y se les acomodan las reglamentaciones para que puedan ejercer impunemente su actividad.
Aún más, el Estado participa como protagonista activo en este negocio mediante la organización de las Loterías y Apuestas del Estado-LAE, una maquinaria oficial dedicada a promover los juegos de azar, popularizarlos y lucrarse con ellos. Sin embargo, en los mismos establecimientos de loterías o al dorso de cualquier boleto comprado, podemos leer hipócritas advertencias sobre *juego responsable*, y la propia LAE facilita, a través de su página web, formularios de autoevaluación para que el usuario detecte si presenta síntomas de ludopatía, así como una serie de características que, según ellos, diferenciarían un *juego saludable* de un *juego patológico*....
¿Demencial hipocresía... o algo más?
Lamentablemente, en lo que concierne a la casta de agentes al servicio de la Máquina que nos dirigen y gobiernan, siempre encontramos basura debajo de la alfombra. Tanto en el caso del juego como en el del tabaco nos hallamos ante una estratagema pura y dura de control y debilitamiento mental de la población, en este caso a través de la culpa. Como hemos visto, el daño provocado por este tipo de actividades lo consienten, lo estimulan y lo aprovechan ellos, pero la carga de la culpabilidad siempre recae sobre nosotros. Nos convierten en adictos =a estos y a millares de otros opios= sencillamente para despojarnos de nuestra energía; ya sea mediante la práctica del vicio en sí mismo, mediante la culpabilización y el miedo que nos infunden para castigarnos por su consumo, o mediante el estrés que padeceremos al esforzarnos por salir de él.
Intentemos un rápido ejercicio mental que nos permita comprender objetivamente el alcance del problema que estamos tratando.
Para nuestro ejemplo, emplearemos un elemento neutral y muy poco sospechoso de aturdir la inteligencia humana: un libro.
Imaginemos a un joven universitario, estudiante de ciencias físicas. Nos citamos con él para tomar un café en la cafetería de su facultad. Esperamos sentados a la mesa y
por fin aparece nuestro protagonista, caminando hacia nosotros con un libro abierto entre las manos. Nos saluda con una rápida mirada y una sonrisa mientras toma asiento, extendiendo el libro abierto sobre la mesa. Durante las primeras formalidades de nuestra conversación, mientras aguardamos a que nos traigan los cafés, asiente, sonríe y responde lacónicamente a algunas de nuestras palabras sin despegar los ojos de las páginas que tiene delante.
Cuando se acerca el camarero con las tazas humeantes, abandona un momento la lectura para darle las gracias, coger su taza y regresar de inmediato a las páginas del libro. Intentamos continuar nuestra conversación, pero el joven sigue con su lectura. Habla y escucha, a veces incluso levanta la vista para atendernos, pero tenemos la
sensación de ser una molestia para él, de estar interrumpiéndole en algo importante.
Parece evidente que le interesa más el libro que nosotros. Y nos preguntamos
contrariados: *¿para qué hemos venido?*.
Su forma de ignorarnos, o como mucho de tolerarnos, se nos antoja una descarada falta de respeto.
Si supiéramos que esta persona va con su libro abierto a todas partes y hace lo mismo con todo el mundo, incluso cuando se reúne con su familia o se encuentra con un
grupo de amigos, tal vez no nos lo tomaríamos tan a pecho. Y más que considerarle un maleducado probablemente calificaríamos su comportamiento de antisocial..
Si también le observáramos caminando por la calle con la cabeza gacha y el libro abierto en las manos, ralentizando a veces la marcha hasta casi detenerse en mitad de la
acera para terminar un párrafo, empezaríamos a creer que nuestro protagonista ha perdido definitivamente el contacto con la realidad. Si este mismo individuo continuase leyendo sin mirar a su alrededor mientras cruza a paso de tortuga un semáforo intermitente, además de pensar que está enajenado lo consideraríamos sencillamente un insensato.
Y si tuviéramos la posibilidad de asomarnos a la intimidad de su casa, para descubrir que el joven estudiante de nuestro ejemplo no deja de leer a todas horas, mientras se acuesta y se levanta, mientras desayuna, come y cena, mientras saca a pasear al perro, mientras se sienta en el retrete, mientras se cepilla los dientes, mientras recoge y
ordena las habitaciones, mientras da vuelta en la sartén a una tortilla, mientras habla por teléfono, incluso mientras se arrellana en su sofá para ver la televisión, llegaríamos inequívocamente a la conclusión de tener ante nosotros a un auténtico adicto.
Una conducta se convierte en compulsiva o enfermiza cuando interfiere en el curso normal de nuestra actividad diaria, cuando roba protagonismo a otros hábitos y actividades, colonizando poco a poco casi todo nuestro espacio vital. No hay nada intrínsecamente perjudicial en dedicar dos, tres o cinco horas en exclusiva a cualquier
tarea determinada =leer un libro, ver la televisión, hacer búsquedas y teclear mensajes en un smartphone=; el problema comienza cuando cualquiera de ellas crece sin control, acaparando nuestra atención hasta el extremo de convertirse en el centro de nuestra vida.
Aun con toda su trascendencia, nuestra compulsión en el uso de apps y dispositivos, así como el papel protagonista que esta adicción está adquiriendo en la función de mantener bien engrasada la rueda del consumismo, son solo dos vertientes del problema; aquellas quizá más próximas a nuestra esfera de decisión personal y por lo tanto más susceptibles de hallar una vía realista de solución. Pero todavía nos queda una tercera arista por descubrir; un elemento que escapa por completo a nuestro control y que precisamente por ello puede resultarnos aterrador.
Sabemos o intuimos que todas y cada una de las acciones y comunicaciones que efectuamos a través de una aplicación electrónica dejan huella =compras, transferencias bancarias, datos de acceso a un programa o a un sitio web, contenidos publicados, mensajes enviados y recibidos, valoraciones y favoritos, redes de conocidos y amigos...=.
Lo que muchos desconocen es que estas huellas no se borran con facilidad ni van difuminándose sin más en el olvido, sino que dejan un rastro digital indeleble que otros pueden seguir.
¿Quiénes investigan nuestros pasos y con qué finalidad desean examinar y catalogar cada uno de nuestros movimientos en el mundo virtual?
En el siguiente capítulo nos adentraremos sin miedo en uno de los aspectos más
sombríos de nuestra relación con la Máquina.
*La NSA ha creado una infraestructura que le permite interceptar prácticamente todo, devorar la inmensa mayoría de las comunicaciones humanas sin ninguna clase de filtro. No te puedes ni imaginar de lo que son capaces. El alcance de su poder es terrorífico. Se pueden infiltrar en la máquina y mantenerte identificado desde el momento en que te conectas. No importa cuántas precauciones adoptes: nunca estarás a salvo*.
Edward Snowden, ex agente de la CIA y la NSA
George Orwell en el año 1949 imaginaba una tecnología futura capaz de espiar a cada ciudadano desde el interior de su propia casa, proporcionando al Estado detalles sobre la vida y comportamiento de cada individuo. Los pasajes citados se encuentran en las primeras páginas de 1984, la obra más emblemática del escritor inglés.
Sesenta y seis años más tarde, en 2015, a alguien se le ocurrió leer con detenimiento el manual de instrucciones de su televisor Samsung, una SmartTV =*televisión inteligente*= recién adquirida, con todas las prestaciones ampliadas que brinda la conexión a internet de estos nuevos aparatos. Una de las cláusulas de privacidad del contrato de compra, advertía lo siguiente en letra muy pequeña:
*Por favor, tenga en cuenta que si sus palabras habladas incluyen información privada o sensible, dicha información, junto con otros datos, será capturada y transmitida a terceros mediante el dispositivo de Reconocimiento de Voz*.
¿Quiénes son esos terceros a los que nuestros dispositivos inteligentes envían *información privada y sensible* sobre nosotros?
De eso el contrato de Samsung no decía ni una palabra. No solamente comandos de voz y fragmentos de conversaciones, sino también textos asociados, canales favoritos y programas visualizados por el usuario son recopilados por la SmartTV y enviados, con toda probabilidad, a muchos kilómetros de distancia al otro lado del océano Atlántico.
En el capítulo tercero, como se recordará, aludíamos a un aparente defecto de fábrica detectado en los smartphones de última generación: la función de alarma-despertador queda anulada si apagamos completamente estos dispositivos durante la noche, obligándonos por tanto a mantenerlos funcionando mientras dormimos. Al margen de las alteraciones que pueda ocasionar sobre nuestra salud y sobre los ciclos del sueño un aparato que emite radiaciones electromagnéticas desde el cabecero de la cama, al margen de que la presencia dictatorial de un móvil encendido las veinticuatro horas del día pueda tentarnos a leer y enviar mensajes electrónicos también de madrugada, entre cabezada y cabezada, no podemos descartar completamente una tercera y siniestra posibilidad:
que el teléfono inteligente cumpla también la función de escucharnos y espiarnos incluso en sueños.
Todos los smartphones llevan incorporado un software de reconocimiento de voz idéntico al de las SmartTVs =es famoso el comando *Ok, Google!*= que pone en marcha las búsquedas a una sola orden de nuestra voz.
Significativamente, en la novela de Orwell se cuenta el caso de un personaje =Parsons, miembro fiel e intachable del partido político dominante= que acaba siendo detenido y encarcelado por un crimen de pensamiento... cometido en sueños.
*El crimen del pensamiento es una cosa horrible =dijo sentenciosamente=. Es una insidia que se apodera de uno sin que se dé cuenta. ¿Sabes cómo me ocurrió a mí? ¡Mientras dormía! Sí, así fue.
Me he pasado la vida trabajando tan contento, cumpliendo con mi deber lo mejor que podía y, ya ves, resulta que tenía un mal pensamiento oculto en la cabeza. ¡Y yo sin saberlo! Una noche, empecé a hablar dormido, y...*
Se cierra así un círculo perfectamente lógico que hace innecesario recurrir a ninguna teoría de la conspiración para explicar esa *distopía de los smartphones* en la que
nos hallamos inmersos. Por un lado, las corporaciones tecnológicas comercializan productos diseñados específicamente para generar dependencia, garantizándose así una
realimentación incesante de su inmenso negocio. Por otro, las élites que ostentan el poder político aprovechan la disponibilidad de dichas tecnologías de consumo masivo para satisfacer sus propios fines, resumibles en uno solo: el control efectivo de la población, ya sea mediante los programas de rastreo de las telecomunicaciones a gran escala o sencillamente a través del embrutecimiento de la inteligencia y el aletargamiento de los sentidos de sus *ciudadanos-consumidores*.
Finalmente, y como pieza fundamental que sirve de sostén a todo el sistema: nosotros.
Agradecidos usuarios de dispositivos multimedia con los que esperamos colmar nuestros inagotables deseos de comunicación y entretenimiento. Se produce por tanto una oportuna =y tal vez inopinada= simbiosis entre los intereses de la industria, los de las élites y los del gran público, resultando en la emergencia de un Monstruo o *Megamáquina* con vida propia, superior a la mera suma de las partes, que amenaza con engullir al eslabón más frágil de esta singular cadena trófica.
No existe falacia más grande, en esta era digital, que la repetida afirmación de que *si no estás conectado, no existes*.
Extirpemos semejante insensatez de nuestras cabezas de una vez por todas, y atrevámonos a denunciar alto y claro:
cuanto más conectados a la Máquina, más desconectados de nuestra propia identidad y de la Vida.
Recuerdo tiempo atrás mi Facebook laboral cuando un día ejecuté mal un procedimiento y Facebook me bloqueó el ingreso a mi propia cuenta.
Luego de incesantes reclamos no respondidos nunca =jugaban con mi desesperación= un día me respondieron ofreciendo levantar la *penalización* =que jamás me explicaron= para lo cual yo debía enviar copia color de anverso y reverso de mi DNI y aceptar el reconocimiento facial....
¿Qué? me dije...ni en pedo hago eso.
Perdí el muro y dije ¡¡¡métanse el muro en el fondo del ----!!! sí...ahí donde se imaginan.
Todos estamos fichados, lo sabemos, pero cuando solemos esgrimir esa frase no hacemos más que seguir entregando cada día más intimidades que deberían ser eso...*íntimas* y no al servicio de las *apps* que tal como pude ver durante la Pandemia...wow...me horroricé..
Hay quienes ya contaminados por la conspiranoia se negaban a usar las apps destinadas al seguimiento del Coronavirus diseñadas por los distintos gobiernos, pero desconocían todas las otras que vienen usando desde hace un montón de tiempo...y las nuevas a las cuales suscriben.
Muchos se creen despiertos por ejemplo denunciando a la Pandemia y las vacunas como un invento para controlarnos y arruinarnos, mas...usan el celular todo el tiempo desde hace años...para otras cosas que evidentemente ni critican ni resisten.
La coptación que éstos aparatos han hecho de la naturaleza humana no sólo que no cesa, sino que crece y va camino a dejar nuestro Espíritu completamente inútil, ya no borracho y adormecido, ya prácticamente...disuelto.
A éste paso ¿seremos algunos pocos la última generación con algo de Conocimiento?...
¿Quién le pone freno a éste desastre?..
Quizás...el propio desastre...cuando los cerebros humanos ya no sirvan ni para hacernos consumir..ni pocrear..
Fuerte abrazo y a pesar de todo, a no decaer.
Gilgamesh***